Un empleo relativamente fijo y seguro constituye casi una característica definitoria del estatus de los estratos medios del mundo en desarrollo.1 Esto tiene profundas implicaciones para el bienestar, ya que una paga regular encierra beneficios que van más allá del cheque mensual. Por ejemplo, es probable que las personas con una paga constante tengan mejor acceso al crédito; además, la mayoría de los sistemas de protección social, ya sea para prestaciones de desempleo, asistencia sanitaria o jubilación, son contributivos, y los estratos medios con empleo fijo son los que más probabilidades tienen de contribuir a dichos sistemas y de recurrir a ellos en caso de necesidad.

Pero la informalidad laboral sigue siendo elevada en América Latina y el Caribe, lo que interactúa con los sistemas de protección social contributivos, creando un círculo vicioso en el que los trabajadores informales debilitan esos sistemas al cotizar irregularmente, si cotizan, y se privan así de la debida protección en caso de necesidad.

Estos dos mundos –los trabajadores de los estratos medios y el sector informal– no se excluyen mutuamente. La existencia de hogares de los estratos medios informales debería ser un motivo de preocupación inmediato para las políticas públicas, ya que la escasa cobertura y los historiales de cotización irregular hacen pesar sobre este grupo un alto riesgo de movilidad social descendente. Incluso ciertos reveses a corto plazo, tales como el desempleo técnico o un periodo de enfermedad, pueden devolver permanentemente a la pobreza a los integrantes de este grupo en ausencia del debido respaldo público.

En consecuencia, este capítulo analizará el funcionamiento práctico de la protección social para los estratos medios latinoamericanos y examinará algunas de las respuestas políticas que implica. Para ello, se adoptará un enfoque general, centrado en las prestaciones por desempleo, el seguro de salud y las pensiones de jubilación como principales elementos de la protección social, aunque se estudiará asimismo detalladamente la forma en que el sistema de pensiones interactúa con la informalidad laboral, sobre la base de datos microeconómicos de Bolivia, Brasil, Chile y México del decenio que va hasta mediados de los años 2000.

Un primer resultado de este análisis confirma que la formalidad laboral (definida como el trabajo con contrato) es reducida, incluso entre los miembros de los estratos medios y acomodados. En consecuencia, las tasas de cobertura de pensiones son bajas en todos los países: van desde el máximo de Chile, que registra sólo un 60%, al exiguo 9.5% de la población activa de Bolivia. La cobertura por sectores es igualmente débil: cae de cerca del 75% de los trabajadores formales a menos del 7% de los trabajadores por cuenta propia agrícolas. Partiendo de estos resultados, se estudiará la forma en que las pensiones sociales y los sistemas con cotizaciones concurrentes definidas –ya implantados en algunos países de la región– podrían contribuir a mejorar la cobertura.

Gráfica 2.1. Empleo informal y PI B real per cápita (porcentaje del empleo informal en el empleo total no agrícola de países emergentes, mediados de los años 2000)

Gráfica 2.1. Empleo informal y PI B real per cápita (porcentaje del empleo informal en el empleo total no agrícola de países emergentes, mediados de los años 2000)

El informe del Banco Mundial Envejecimiento sin crisis: políticas para la protección de los ancianos y la promoción del crecimiento de 1994 estableció el programa para la reforma estructural de las pensiones en el mundo. Habida cuenta de la rápida transición demográfica, del debilitamiento de las redes informales de protección, y de las cargas financieras de entonces y las previstas, el Banco Mundial recomendó que se creara un sistema de pensiones con pluralidad de pilares. Un elemento clave era la introducción de cuentas de capitalización individual obligatorias, administradas por el sector privado. América Latina se convirtió, de lejos, en el más ambicioso seguidor de este programa de reforma: Chile había abierto ya el camino en 1981, y fue seguido por Perú en 1993, Colombia en 1994, Argentina en 1994 (aunque reformado de nuevo en 2008), Uruguay en 1996, México y Bolivia en 1997, El Salvador en 1998, Costa Rica y Nicaragua en 2000, y la República Dominicana en 2003.2

Además de mejorar su situación fiscal, estos "reformadores estructurales de pensiones" buscaban cosechar varias ventajas macroeconómicas, tales como el aumento de la productividad, un mayor ahorro e inversión internos, o el impulso al desarrollo de sus mercados nacionales de capitales y financieros.3 Se esperaba también disfrutar de efectos positivos en el mercado laboral, ya que, en principio, los sistemas individuales de pensiones, al establecer un vínculo más claro en la mente de los cotizantes entre las aportaciones que realizan y las prestaciones aseguradas, debían ofrecer más alicientes que los tradicionales regímenes de reparto con prestaciones definidas (del estilo de los implantados en países de la OCDE), lo que, a su vez, debía traducirse en una tasa de empleo estructural más alta, mayor oferta de mano de obra y niveles de informalidad más bajos.4

En la práctica, la evidencia sobre estos efectos laborales es controvertida. En primer lugar, al parecer, los tributos necesarios para respaldar los antiguos sistemas de pensiones no reformados no tenían un impacto tan grande como se suponía en el empleo.5 En segundo lugar, incluso teniendo en cuenta el periodo de tiempo relativamente corto transcurrido desde que se procedió a las reformas (unos 15 años en promedio y generalmente con dilatadas normas de transición), los incentivos para sumarse al sector formal y cotizar al nuevo sistema han producido resultados menos fuertes de lo esperado. De hecho, sólo Chile, entre los reformadores, y en menor medida Brasil, un no reformador, parecen contradecir la tendencia regional. Algunos estudios han podido concluir que, en Chile, la reforma del sistema de pensiones ha inducido un significativo incremento del empleo formal y una reducción del desempleo.6 En Brasil, aunque el empleo informal sigue superando el 40%, éste ha venido decreciendo ininterrumpidamente desde 2003 al tiempo que se ha registrado una aceleración de la creación neta anual de empleo formal.7

La falta de vista o de información por parte de los trabajadores, la interacción con la legislación laboral y social, las decisiones racionales basadas en rendimientos volátiles o en elevados costes de establecimiento, y las preferencias sociales por programas de lucha contra la pobreza (en lugar de por programas de ahorro) son factores que contribuyen a explicar las tasas de cobertura generalmente bajas de la región.8 La conclusión que se impone es que las políticas de protección social deben diseñarse junto con un marco adecuado de instituciones sociales, laborales y macroeconómicas. Todo sistema de pensiones, y la protección social en general, deberá adoptar un enfoque pragmático de "economía política de lo posible".9 Para ello, será preciso tener en cuenta tres características sociales e institucionales esenciales de América Latina: la elevada informalidad laboral, la relativa juventud de la población (aunque en rápido envejecimiento) y la exigüidad de los recursos fiscales.

En cuanto a la informalidad, Perspectivas Económicas de América Latina 2009 abordó las dificultades de medición y definición de este fenómeno en la región.10 Se supone que el empleo informal representa más del 50% del empleo total no agrícola en América Latina, con una escala que va de cerca de tres cuartos en Ecuador y Perú a algo más de un tercio en Colombia y Chile. La extensión de la informalidad en un país tiene, en parte, una relación inversa con la renta per cápita, pero eso no lo explica todo, como bien muestra la gráfica 2.1. Por ejemplo, en Argentina y Ecuador la informalidad es casi 20 puntos porcentuales mayor de lo que cabría esperar por la renta per cápita de esos países.

Gráfica 2.2. Tasa de dependencia por vejez en América Latina y la OECD

Gráfica 2.2. Tasa de dependencia por vejez en América Latina y la OECD

Es preciso señalar que no todos los trabajadores informales son pobres o improductivos ni trabajan fuera de la economía formal y que no todos deberían considerarse como víctimas de su expulsión del sector regulado, ya que parte de la informalidad observada responde más a una salida voluntaria que a una exclusión.11 Pero, sea como sea, muchos trabajadores informales carecen de una adecuada protección laboral y de acceso a redes de seguridad social.

El segundo elemento esencial que influye en la política de pensiones es el llamado "bono demográfico". Según las últimas evaluaciones de las Naciones Unidas, América Latina se halla en la segunda etapa de su transición demográfica, en la que la proporción de personas dependientes (menores de 15 años y personas de 60 años y más) en relación con la población en edad de trabajar es baja, en especial, si se compara con el promedio de la OCDE.12 La región en general gozará de este bono demográfico durante las dos próximas décadas, aunque con variaciones según los países: ligeramente menos tiempo en Chile, pero 50 años o más en Guatemala y Bolivia (véase el componente de dependencia por vejez en la gráfica 2.2).

El aumento de trabajadores potenciales que implica esta fase demográfica excepcional ofrece una oportunidad única para extender los sistemas de protección social, siempre que pueda hacerse que esos nuevos trabajadores se unan a dichos sistemas como afiliados y, más importante si cabe, como cotizantes. Además, el simultáneo envejecimiento relativo de la población reducirá proporcionalmente la demanda de gasto para las primeras etapas de la vida, como educación primaria, liberando así recursos públicos para otros ámbitos.

Por descontado, la disponibilidad de fondos es el tercer y último factor que cabrá tener en cuenta. Los recursos públicos escasean en América Latina. Tal y como se verá en el capítulo 4 (y como se analizó extensamente en la edición de Perspectivas 2009, OCDE, 2008), esta insuficiencia es atribuible en principio a los bajos índices de recaudación tributaria, especialmente en el caso del impuesto individual sobre la renta (estos índices son bajos en la región en relación con los estándares internacionales, incluso controladas las diferencias en la renta per cápita). La consiguiente falta de recursos restringe la capacidad del sector público para adoptar medidas efectivas (y en muchos casos, eficaces), tales como extender la asistencia sanitaria universal o facilitar un mayor acceso a las pensiones mínimas.