Los estratos medios latinoamericanos se encuentran en una encrucijada. Por una parte, son firmes defensores del concepto de democracia, pero, por otra, también son críticos con el funcionamiento real de este sistema político. Una fuente fundamental de esta insatisfacción es la forma en que las políticas públicas influyen en la distribución de la renta, la protección social y la creación de oportunidades. Los estratos medios cuentan con el potencial para convertirse en un agente de cambio en la región. Sus valores políticos de centro podrían facilitar la cristalización del consenso que se necesita para llevar a cabo el tipo de reformas estructurales abordadas en los capítulos 2 y 3 –y, si la reducción de la pobreza sigue avanzando, los integrantes de los estratos medios podrían ser pronto mayoría absoluta en varios países de la región–.

Pero este positivo resultado no se materializará automáticamente. En numerosos países de la región, una gran proporción de los estratos medios no se siente parte del contrato social. La predisposición a pagar impuestos es baja, lo que quizá refleje los escasos bienes públicos que recibe este grupo. También la percepción de la calidad de los servicios públicos es mala, y esto induce a los estratos medios a buscar alternativas en el sector privado, aun cuando ese coste extraordinario implique una significativa presión adicional sobre los presupuestos familiares. Este comportamiento (racional) puede perpetuar la exclusión, en un sistema en el que los desfavorecidos no tengan más remedio que usar servicios de provisión pública de deficiente calidad y los más pudientes cuenten con sus propias disposiciones privadas. Las consecuencias sociales y económicas de semejante situación pueden tener amplia envergadura y persistencia.

El momento actual es muy oportuno por varios motivos. La mayoría de los países de la región han capeado airosos la tempestad económica internacional y han ganado en confianza. Su vigor renovado se debe, en muchos casos, a unos estratos medios en expansión que han servido como fuente de demanda interna. La pobreza ha caído en numerosos países de la región a un ritmo mayor que en anteriores épocas de auge, y los mecanismos subyacentes, como los programas de transferencia condicional de dinero en efectivo, han reavivado la fe en la actuación pública entre los segmentos más vulnerables de la sociedad. Al mismo tiempo, la democracia ha avanzado en numerosos frentes y los actores políticos han enfocado con mayor pragmatismo las políticas económicas. La alternancia de partidos de izquierda y de derecha en el poder ha sustentado la credibilidad política y ha evitado el pánico ante la posibilidad de giros políticos abruptos. Sin embargo, estos cambios implican que también las políticas deben cambiar. Las acertadas medidas del pasado pueden no ser ya las idóneas para un perfil poblacional que se ha transformado. Esto brinda la ocasión de renovar el contrato social, con la pretensión explícita de incorporar en él a los estratos medios.

Habida cuenta de que el gasto precisa de la fiscalidad, resulta tentador pensar primero en recurrir a los impuestos. Pero quizá éste no sea el orden de reflexión correcto. Dada la baja apreciación actual, puede que sea mejor empezar por reformas destinadas a mejorar la calidad de los servicios públicos, de forma que los usuarios actuales incrementen su demanda y su apoyo a éstos. Esto creará un sustrato social en pro de la expansión del gasto público y de los impuestos necesarios para financiarlo. Una forma de avanzar en esta dirección sería formular reformas tributarias que recauden más ingresos fiscales al tiempo que prestan mucha más atención a los efectos distributivos. La mejora continua de la Administración tributaria y la transparencia del gasto público y de los ingresos fiscales deberán constituir los cimientos de este sistema.